sábado, 8 de enero de 2005

Tercera llamada

Ni hablar. Más temprano que tarde todo acaba. Algunos somos tramposos (o pendejos o ambas) y alargamos la fe en una, dos o tres llamadas más (como si el teatro). Queremos creer (o mofarnos o ambas), como Dzib, aquel caricaturista yucateco, que 'la autopsia dirá si vive'. Pura respiración artificial. El vaho en el espejo no es más que eso (y sólo eso).

Si tenemos suerte, el vacío llega con la muerte. Aunque en realidad, el vacío llega con la presencia (lo que está es lo que hace más evidente lo que no está). Esa que nos hace tomar distancia para encontrar la mirada. Para re/conocerse (la orilla de uno es la extensión del otro). La presencia que nos recuerda al otro por lo que no es, ni será. Let's face it.

De pronto es evidente (siempre lo ha sido): la presencia es ajena. La presencia es insuficiente. El otro no está (y es una lástima, porque somos mejores a través de su espejo). Llega el vacío. Y uno se pregunta si el vacío es la muerte. Y uno se pregunta si ese vacío es el otro vacío. Un hueco, todos los huecos. Y en un afán menos fatalista y más humano, uno descubre que es más sencillo de lo que parece. Alguien se fue: un fulgor, un trueno (un solo, un atormentado, un monstruo), la posibilidad de un afecto.

Esto no es una elegía. El intercambio de palabras no es, siquiera, un roce. La admiración tampoco. Menos el temor hacia lo que no es como uno (lo que nos hace quedarnos en la isla, no tender un puente: cruzarlo). No es tampoco una palmada en el hombro, lo condescendiente. O un gesto de solidaridad: mi voz no es la voz del hombre que amo. Esto no es una apología.



Sólo son mis palabras, tómalas.

La mano que empuño también sabe extenderse.

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