martes, 19 de julio de 2005

6.5 US / 3.5 MEX


Siempre me han gustado los pies. Y los zapatos.

En mi historia hay fotos de drianita montada en los tacones de Elvia o de mis hermanas adolescentes en los late 60's/early 70's. Muchas. Recuerdos casi fotográficos: la nítida imagen de esas largas y maravillosas botas de charol y plataforma blancas en las piernazas de "la prieta", mi sis. O la anécdota de la tragedia de los inolvidables suecos rojos que hacían tap tap tap tragados por el mar de cortés y mi consecuente cara de pambazo con mocos en todas las fotos del paseo familiar. O esas fotos de mi graduación de primaria: la primera vez que usé un pequeño tacón corrido en unos hermosísimos zapatos de tiras y pulsera color hueso comprados -muy a regañadientes y después de la intervención de al menos 3 de mis hermanas-, en la también inolvidable Dorothy Gaynor (cuando el centro de esta ciudad estaba vivo). O los zapatos blanquinegros del colegio que año con año mi má pagaba con el plástico de Sam Ellis. Recuerdo también mis zapatillas de gimnasia olímpica. Wow. Mágicas y mugrosas. Los primeros meses, pese a los regaños de mi má, no había poder humano que me hiciera quitármelas. Igual sucedió con mis zapatitos de danza folclórica. O aquellas zapatillas de plástico rosa y amarillo para niñas -en realidad esos fueron mis primeros tacones- que venían con todo y estola glamorosa y pulseras multicolores con diamantina dorada. Cuántas mañanas suspiré porque debía quitármelos después del desayuno para irme a mi segundo año de escuelita. Además, cómo olvidar los intentos de mis hermanos por esconderlos para que dejara de joder desde las seis de la mañana con ese ruidito que a mí tanta gracia me hacía.

Zapatos. Zapatillas. Zapatitos. Tum tum. Clac clac. Tiqui tiqui.

O las pantuflas de satín de Ana, mi otra sis -siempre tan sofisticada-. ¿74 ó 75? (Invariablemente, cuando íbamos a su casa buscaba cualquier pretexto para probármelas una y otra vez). Tan suaves. Femeninas. Delicadas. (No sé en qué momento cambié el satín por las pantuflas de Hello Kitty, je... pero bien dicen que después de vejez, viruela). O aquellos mocasines de suede color rosa mexicano con adornos de chaquira y canutillo -mis apachitos-, que mi pá me trajo de un ni tan lejano lugar cuyo nombre se yergue entre neón y rascacielos. O mis huaraches de tiras romanas cruzadas hasta la pantorrilla. O los zapatitos chinos de lona negra tipo karateca. O mis primeros zapatos de tacón de madera que usé en un bailable escolar: punta, talón, cadera, hombro: do the hussle! (sorry... era sólo una puberta, jeje).

En mi infancia no recuerdo, jamás, un sólo zapato de mujer que no fuera de tacón. Creo que los primeros que aparecieron en casa fueron mis adidas blancos. O los keds que usaba el día de deportes en el colegio. Los mismos a los que tenía que "borrarles" con liquid paper una pequeña línea azul para que las monjas no me regresaran a casa o me bajaran puntos o me pusieran a lavarlos enmedio del patio a la vista de todos. O esos lindos nike's blancos con diagonales rojas -por supuesto, en ese tiempo no eran retrosos-, ¡joder, los recuerdo tan bien! O mis converse rojos de botita con cintas de Betty Boop y cascabeles clink clink.

Luego, cuando ya estaba en edad de merecer y en la casa familiar sólo quedábamos mi má, Moni -otra sis- y yo, sufrí la desventaja de ser la única con pie de chinita: en aquel entonces 5.5 US. Después comprendí que en realidad fue una ventaja: jamás me hubiera puesto los horrendos zapatos verde fosfo que M. combinaba con su cinto verde fosfo y sus arracadas de plástico verde fosfo y su blusón largo verde fosfo y... sí: eran los late 70's/early 80's y nosotros nos pintábamos de rainbow los párpados para ir a bailar "on the radio" a Patinerama enfundadas en nuestros Sergio Valente o en nuestros pantalones de herradura en el trasero.

Unos añitos después recuerdo con harto placer los zapatos picuditos, los de tacón de aguja. Negros. Hermosos. Sensuales. Como los de hoy. Por supuesto, en ese entonces no pensaba en el cansancio ni me dolían los pies ni conocía los Naturalizer o los Merrell o las birck. Tampoco guardaba en el auto un cómodo par de repuesto, -por si acaso-, ni necesitaba pedicures quincenales ni tenía que embarrarme todas las noches aceite de almendras y dormir con calcetines para evitar las grietas en los talones. Oh, no. What a pitty.


Zapatos que guardé a pesar de los raspones. Zapatos que cayeron junto a una cama ancha y sola. Zapatos con los que bailé. Zapatos con los que amé. Zapatos con los que juro que volé. Zapatos con los que soñé. Zapatos con los que caminé calles largas, con los que descubrí ciudades, gente, miradas. Zapatos con los que floté enmedio de un abrazo. Zapatos-brújula. Zapatos-maleta. Zapatos que olvidé en algún sitio justo al descubrir esta vocación de huída. Este exilio. Este adiós que se anuncia en cada encuentro.

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