Era septiembre de 1985 y los seis inquilinos nos sentábamos a la mesa justo a las 2:30 de la tarde.
Mientras la Sra. S. -dueña de la casa de asistencia en la que vivíamos-, nos servía los alimentos, se hacía un silencio incómodo. Después, cuando nos quedábamos solos, el médico nos hablaba de Adriana, su novia que vivía en el D.F. y trabajaba como interna en un hospital. Nos contaba los pormenores de su próxima boda o nos mostraba las últimas fotos que le había enviado. Alguien interrumpía las noticias románticas con un comentario irónico sobre la deliciosa sopa de fideos que comíamos a diario o anunciaba el robo de algún comestible en la despensa común.
El cirujano trabajaba en "las torres" y era asiduo del raquet-ball de la esquina. La anestesióloga fumaba porros en el jardín y creía que todos los demás teníamos atrofiado el sentido del olfato. El músico/mesero que trabajaba de noche tocando trova en un pequeño lugar cerca del Tilly's, invariablemente amenizaba la comida con alguna rola del Profeta del nopal. C. y P., compañeras de habitación y universidad, eran las responsables de organizar los juegos de mesa y de bajarle cigarros al cirujano y a la anestesióloga (en ese orden).
El médico hacía o recibía llamadas a diario. Aunque secretamente lo envidiábamos, la molestia por hacernos esperar nuestro turno para el uso del teléfono, hacía que nos arremolináramos junto a él para ejercer presión justo una hora después del primer ring. En ocasiones nos pasaba el auricular para escuchar las súplicas de su novia Adriana pidiendo que le dejáramos el teléfono media hora más. En realidad era bastante simpática y usualmente sucumbíamos ante sus "porfas" o a sus promesas de enviarnos ates de membrillo con cajeta.
Una mañana, el médico tocó desesperadamente la puerta de mi habitación. Corrí tras él al estudio. Ahí estaban todos, incluída la familia S., cuyo hijo y hermano, también doctor, trabajaba en un hospital del D.F. con la novia del cirujano. También la anestesióloga y el músico/mesero eran del D.F. Intentaban comunicarse con sus familiares en vano. Nada sabíamos. Todo suponíamos. El silencio se hacía humo en la espera.
Un día y medio después del terremoto, le pasé una llamada al cirujano. Como en las películas, al recibir la noticia se escurrió por la pared mientras el auricular colgaba de la base del teléfono y la voz de su madre se oía en un fade out lastimoso y terrible. Lloraba gritando su nombre. Lloraba como niño y como hombre solo. Como el viudo que no alcanzó a ser. Mientras lo abrazaba, tomé el auricular y escuché el llanto de su madre. No recuerdo qué le dije. Me distrajo el sonido de un golpe seco en la puerta. Las astillas de madera, la sangre en su puño.
No sé por qué me besó. No éramos amigos. Nunca lo fuimos. Mis labios sangraban mientras repetía su nombre: el mío. La anestesióloga tuvo que separarnos. El cirujano me pedía perdón mientras la nombraba.
Adriana murió aplastada por el techo de uno de los pisos del hospital. El hijo de la Sra. S. sobrevivió en un pequeño claro debajo de unas escaleras derruídas. Rockdrigo murió, y el músico/mesero escondíó su pena frente a la gravedad de otras muertes. La anestesióloga se acabó su dotación de mota de la semana en un día e, imposibilitada para forjar debido a los nervios, nos enseñó a quitar semillas y a mojar bien los zigzags para que los gallitos quedaran apretados. El cirujano se fue al día siguiente sin despedirse de nadie: sólo dejó un sobre con mi nombre con la invitación para su boda.
Era septiembre de 1985. Los seis inquilinos nunca volvimos a sentarnos a la mesa juntos.
Ese día escribí mi primer intento de novela.
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